jueves, 24 de junio de 2010

Tormenta en Madrid

Luis, mi nuevo amigo, me cuenta siempre historias de camino a la plaza del Marqués de Salamanca. Es fea la comparación. Al fin y al cabo, mujer y hombre somos pero Luis me recuerda a mi abuela porque siempre me cuenta historias que me dejan con la atención rendida, vencida y desbocada. Luis nunca se despeina. Cuenta y cuenta. Me facilita el trabajo y me ayuda a sobrellevar todo lo nuevo que tanto me cuesta asimilar. Sin embargo, cae la tarde y la lanzadera que nos devuelve a casa se convierte en el salón de los grandes cuentos merced a su tensión literaria. Javier no nos acompaña porque es muy señorito y le incomoda el uso del servicio público. Pero yo no cambio estos paseos hacia la irrealidad que me proporciona mi frágil servidor público. Cada regreso a la vida, a la mala verdad del mundo, se me hace suave y pasajero porque él me acompaña con historias y lecciones que ya quisiera comprar el más rico de los ricos. El más idiota de los idiotas. Luis se merece todos los honores, la alegría de la compañía. El consuelo de los poetas, la justicia literaria. Tengo mucha suerte. En la torre abunda la buena educación, la paciencia, el verlas venir, la certeza de los sabios de verdad. Este calor que arrecia ha quedado sentenciado por la hermosa y nocturna tormenta que nos aligera el peso de la inminente transición. Luis está en París. Volveré sola a casa, sin una historia ejemplar que aligere mi pesadumbre y mi dolor. Grandes cambios amenazan con la división. Puede que Julio me desplace más lejos de mi asesor favorito, puede que las altas temperaturas me arrojen a un verano indefinido. Puede. Pero así nos coloquen en las antípodas de la razón política, yo tengo la certeza de que regresaré a casa de la mano de Luis, el peregrino silencioso y listo que me devuelve a Mayor cada día sin sombra con la que mal perder el entusiasmo.

1 comentario:

cosimo68 dijo...

Como si nada. Así cualquiera.